La nueva ley deja la
Ética fuera de la educación formal de los estudiantes.
Cuenta Vargas Llosa en su
última novela El héroe discreto que cuando
Felícito Yanaqué preguntó al doctor Castro Pozo qué opinaba de él,
este le contestó: que es usted un hombre ético, don Felícito.
Ético hasta
las uñas de los pies. Uno de los pocos que he conocido, la verdad.
Y sigue contando el autor
que, intrigado ante la respuesta, don Felícito
se preguntó qué querría decir eso de “un hombre ético”, y se
prometió a
sí mismo comprarse un diccionario un día de estos.
Haría bien el señor
Yanaqué buscando la palabra en el diccionario,
porque, aunque bien poca cosa podría aportarle, peor sería
recurrir a la
LOMCE, que ha eliminado aquella asignatura llamada “Ética”, con la
que
todos los grupos sociales estaban de acuerdo. Y lo estaban porque
se
proponía dar a conocer a todos los alumnos, con luz y taquígrafos,
las
propuestas y principios éticos que una sociedad democrática
comparte,
de modo que fuera posible en las clases estudiar, debatir sobre
ellos y
aprender a ejercitarse en la autonomía y la solidaridad, que les
serán
indispensables como personas y como ciudadanos.
Ciertamente, podría
decirse que las gentes pueden ser morales con tal
de tener una buena influencia familiar, como le ocurrió a don
Felícito.
Pero en sociedades pluralistas y complejas como las nuestras, las
fuentes morales de inspiración para niños y jóvenes son las
familias, los
amigos, las escuelas, las redes, los medios de comunicación; y,
como es
evidente, nada asegura que todas las familias enseñen lo mejor
moralmente, ni tampoco los demás agentes sociales. Por eso resulta
indispensable en la educación formal una materia con el nombre de
“Ética”, que ayude a reflexionar sobre los contenidos éticos
compartidos
a los
que no podemos renunciar.
La cuestión no es menor. Y se
extiende a la inmensa mayoría de planes
de
estudio de las carreras, en las que se prepara a los alumnos para ser
profesionales,
sea en las universidades, sea en las escuelas de diverso
tipo.
En bien pocas figura alguna asignatura que abra un espacio para
aprender,
reflexionar y debatir sobre la ética de la profesión.
Si alguien, intrigado, pregunta por qué es
así, puede encontrarse con
dos
respuestas. Una es “no sabe, no contesta”. Otra, que la ética es tan
importante
para esa carrera que la han convertido en transversal, que
todos
los profesores enfocan sus materias desde una perspectiva ética.
Evidentemente,
esto no se lo cree nadie. En la vida cotidiana los
profesores
dan sus programas, si es que el tiempo les llega; y si en
alguna
ocasión se proponen un enfoque común, las más de las veces se
demuestra
que lo que es de todos no es de nadie, al menos en este
país.
Con lo cual la materia en cuestión se escapa entre los dedos de la
presunta
transversalidad.
Y esto es un sobrentendido, porque las
matemáticas o la estructura
financiera,
por poner dos ejemplos, no desaparecen de los programas
de
estudios, convirtiéndose en transversales. Cosa que debería ocurrir
si el
grado de importancia de una materia es la que le permite el honor
de
convertirse en transversal, tanto en el caso de las dos materias
mencionadas
como en el de una infinidad más de las que componen los
currículums
en las instituciones académicas. Pero no es así, sino que,
con
toda lógica, cada una se estudia por separado y goza de un horario
propio,
aunque todas estén vinculadas entre sí, porque todos los
saberes
humanos lo están.
Por otra parte, como le oí decir a un
colega, una sociedad demuestra
que
una materia le parece indispensable para la formación de un
profesional
cuando la incluye explícitamente en su plan de estudios.
Y si damos por bueno,
como creo que así es, que un profesional no es
solo un técnico, sino aquel que pone los conocimientos y las
técnicas
propias de su campo al servicio de los fines que dan sentido a su
profesión, en el periodo de formación necesita aprender cuáles son
esos fines, qué propuestas éticas son las más relevantes, qué
excelencias del carácter es preciso desarrollar, y analizar en el
aula
casos concretos del ejercicio profesional, en diálogo con
profesores y
compañeros. Aprender todo esto requiere estudio, claro está, pero
sin
ese saber ético no puede haber profesionales de cuerpo entero.
Recuerdo las palabras de
un querido compañero de una universidad
politécnica: en muchas ocasiones, al leer el periódico y ver los
desastres
que se producen en puentes, bancos o empresas me pregunto qué
profesionales estamos formando. Por su empeño decidido y por el de
otros profesionales que se han batido el cobre en esta brega, en
algunos ámbitos politécnicos se han incorporado la ética de la
ingeniería, de la arquitectura o de la empresa; en el campo
sanitario, la
bioética y la ética de la enfermería; y las escuelas de negocios
abren
también espacios para la ética.
¿Esto garantiza que de
estos estudios se sigan necesariamente buenas
prácticas? Claro que no. Pero eso ocurre en todos los estudios,
que los
buenos conocimientos no se convierten en buenas prácticas si los
profesionales no tienen la voluntad decidida de hacerlo.
Adela Cortina es catedrática de
Ética y Filosofía Política de la Universidad de
Valencia, miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora
de la Fundación ETNOR.
“El País”, 15 de diciembre de
2013.
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