Formar ciudadanos responsables
es el único modo de contar con buenos profesionales.
Dicen algunos expertos en
estos temas que las gentes formulamos
juicios morales por intuición, que no tenemos razones y argumentos
para defenderlos, sino que tomamos posiciones en un sentido u otro
movidos por nuestras emociones. Tratan de comprobarlo, por ejemplo,
con lo que llaman “males sin daño”, como es el caso de una persona
que promete a su madre moribunda llevarle flores al cementerio si
muere y, una vez muerta, no cumple su promesa. ¿Ha obrado
moralmente mal? La madre no sufre ningún daño y, sin embargo, la
mayoría de la gente está convencida de que está mal obrar así,
pero no
saben por qué. Y esta es la conclusión que sacan los expertos en
cuestión: las gentes asumimos unas posiciones morales u otras sin
saber por qué lo hacemos, nos faltan razones para apoyarlas.
Cuando
lo bien cierto es que en nuestras tradiciones éticas podemos
espigar
razones más que suficientes para optar por unas u otras, aunque se
trate de cuestiones nuevas. Conocer esas tradiciones y aprender a
discernir entre ellas es, pues, de primera necesidad para asumir
actitudes morales responsablemente, para poder dialogar con otros
sobre problemas éticos y para innovar.
Esto no se consigue en un
día, por arte de birlibirloque, sino que
requiere estudio, reflexión, diálogo abierto. Ese era el propósito
de una
asignatura, presente en el currículum de 4º de la Enseñanza
Secundaria
Obligatoria desde hace casi un par de décadas. Se llamó primero Ética.
La vida moral y la reflexión ética, ahora lleva el nombre de Educación
ético-cívica, y en su honor hay que
decir que ha permanecido en su
lugar a través de los cambios políticos. Sólo antes de que naciera
se
planteó el problema de si la ética era una alternativa a la
religión, o si
más bien era común a todos los alumnos, mientras que la religión
quedaba como optativa. Afortunadamente, esta segunda fue la
solución,
y
desde entonces ningún grupo social y ningún partido político han
puesto
en cuestión su presencia en la escuela.
Es lamentable, pues, que desaparezca en el Anteproyecto de
ley
orgánica para la mejora de la calidad educativa, cuando la calidad
debería
consistir sobre todo en formar personas y ciudadanos capaces
de
asumir personalmente sus vidas desde los valores morales que
tengan
razones para preferir, no solo en que los alumnos adquieran
competencias
y conocimientos para posicionarse en el mundo
económico.
Si se trata de “lograr resultados”, como dice a menudo el
anteproyecto,
ayudar a formar una ciudadanía responsable es un
resultado
óptimo y además es el único modo de contar con buenos
profesionales.
Un buen profesional no es el simple técnico,
el que domina técnicas sin
cuento,
sino el que, dominándolas, sabe ponerlas al servicio de las
metas
y los valores de su profesión, un asunto que hay que tratar desde
la
reflexión y el compromiso éticos. Justamente la crisis ha sacado a la
luz,
entre otras cosas, la falta de profesionalidad en una ingente
cantidad
de decisiones, el exceso de profesionales que utilizaron
técnicas
como las financieras en contra de las metas de la profesión, en
contra
de los clientes que habían confiado en ellos.
En un sentido semejante se pronuncia el
economista Jeffrey Sachs al
afirmar
al comienzo de su último libro, El precio de la civilización, que
“bajo
la crisis económica americana subyace una crisis moral: la élite
económica
cada vez tiene menos espíritu cívico”. Y lleva razón, nos está
fallando
la ética, esa dimensión humana que no solo es indispensable
por su
valor interno, sino también porque ayuda a que funcionen mejor
la
economía, la política y el conjunto de la vida social. Hace falta, pues,
en la
educación una asignatura que se ocupe específicamente de
reflexionar
sobre los problemas morales, conocer las propuestas que
nuestras
tradiciones éticas han aventurado, y argumentar y razonar
sobre
ellas para acostumbrarse a adoptar puntos de vista responsablemente.
Claro que una modesta asignatura no basta,
que no es la píldora de
Benito
que resuelve todos los problemas, pero una sociedad demuestra
que una materia le parece indispensable para formar buenos
ciudadanos y buenos profesionales cuando le asigna un puesto claro
en
el currículum educativo, no cuando la diluye en una supuesta
“transversalidad”, que es sinónimo de desaparición. Y más si ese
puesto
es el que ahora tiene, 4º de la ESO, un momento crucial en el
proceso
educativo.
Una sociedad no puede
renunciar a transmitir en la escuela su legado
ético con toda claridad para que cada quien elija razonablemente
su
perspectiva, porque es desde ella desde la que podemos juzgar con
razones sobre la legitimidad de los desahucios en determinadas
ocasiones, sobre la obligación perentoria de cumplir los objetivos
de
desarrollo del milenio, sobre la injusticia de que las
consecuencias de
las crisis las paguen los que no tuvieron parte en que se produjeran,
sobre la urgencia de generar acuerdos en nuestro país para evitar
una
catástrofe, sobre la indecencia de dejar en la cuneta a los
dependientes
y vulnerables. Es desde esa dimensión de todo ser humano llamada
vida
moral desde la que se decide todo lo demás, una dimensión que es
personal e intransferible, pero tiene que ser también razonable.
Adela Cortina es catedrática de
Ética y Filosofía Política de la Universidad de
Valencia y miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas
(El País, 2 de Diciembre de 2012)
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