¿No hay más salida que las
intervenciones biológicas para lograr una humanidad moral?
La educación es el clavo
ardiendo al que se coge cualquier
conferenciante que trate de sugerir soluciones para la crisis
financiera,
política y social que venimos padeciendo. Cuando sus recursos
académicos no le dan para más, sugiere que trabajemos conjuntamente
los distintos sectores sociales, incluida la sociedad civil,
porque
sacaremos más provecho de la cooperación que de la búsqueda
egoísta
del beneficio individual. Pero, claro, como en la vida corriente
esas
declaraciones sobre las excelencias de la cooperación y de la
ayuda
mutua se quedan en eso, en declaraciones, y las realizaciones van
por
otros derroteros, el conferenciante acaba afirmando, para alivio
del
público, que todavía nos queda una salida, la de la educación,
para
salvar el cotidiano abismo entre los dichos y los hechos.
Decía Ortega que lo que
nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa,
pero la verdad es que sí lo sabemos, que lleva toda la razón el
célebre
chiste de un encuestador que pregunta a un transeúnte si se
dejaría
corromper, y el interpelado contesta: si es una encuesta,
rotundamente
no; si es una proposición, hablemos. ¿Cómo conseguir adecuar las
actuaciones a las encuestas?
No parece que nuestras
sociedades crean de verdad que los seres
humanos tienen dignidad, y no un simple precio, ni que la
libertad, la
igualdad y el apoyo mutuo sean superiores a sus contrarios. No
parecen
creerlo porque no lo hacen, las realizaciones no concuerdan con
las
declaraciones, del dicho al hecho hay un inmenso trecho.
Tan patente es la contradicción
entre el decir y el hacer que algunos
neuroéticos, es decir, algunos autores que trabajan sobre las
bases
cerebrales de la moralidad, han señalado como el gran problema de
nuestra época la falta de motivación moral. Las gentes obedecen mal
que
bien las leyes legales, porque obligan mediante coacción. Y este
“mal
que bien” no precisa muchas explicaciones en un periodo como el
actual.
Pero la debilidad y la fuerza de la moral vienen de que son las
personas
mismas las que han de estar convencidas de que los seres
humanos
son dignos de una vida buena, de que hay valores que es
necesario
encarnar en la vida cotidiana. Ése es el precio que hay que
pagar
por la autonomía moral, y ésa es también su grandeza.
Pero como la motivación moral no parece
estar en sus mejores
momentos,
más bien, según los autores mencionados, ni está ni se le
espera,
sugieren ir pensando en un camino que no se puede recorrer
en el
corto plazo, ni tal vez siquiera en el medio, pero a lo mejor sí en el
largo:
mejorar moralmente la especie humana interviniendo en el
cerebro.
Si es verdad —prosiguen estos autores— que
la moralidad humana
tiene
al menos una base biológica, entonces un tratamiento neurológico
o
genético permitiría fomentar las emociones que apoyan nuestro
sentido
de la justicia y nuestra capacidad para el altruismo. De hecho,
sustancias
como la oxitocina parecen aumentar la confianza en las
personas,
los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina,
incrementar
la cooperación y reducir la agresión, y también el ritalín
parece
reducir las agresiones violentas. ¿Podríamos con todo ello
organizar
por fin el soñado mundo feliz, en el que todos los seres
humanos
alcanzan sus metas ayudando a los demás a perseguir las
suyas?
Sería algo similar a lo que el norteamericano
Arthur Caplan aseguraba,
entusiasmado
con la posibilidad de mejora: “Si tuviera la posibilidad de
insertarme
un chip en el cerebro con el que pudiera ya hablar francés,
sin
tener que pasar por academias, cursos, audición de cintas y todo
ese
calvario que implica el aprendizaje de un idioma, no lo dudaría ni un
segundo”.
¿Podría hacerse algo análogo en relación con la moral?
La verdad es que éste es un proyecto
recurrente en la historia, en las
ciencias,
y no sólo en ellas. El Frankenstein de
Shelley, La isla del
doctor Moreau de
Wells, El mundo feliz de
Huxley, La naranja
mecánica de
Kubrik, son una minúscula muestra de ese afán de mejorar
moralmente a los seres humanos interviniendo ya, sin confiar para
esta
mejora en la educación que debería venir de una sociedad que dice
mucho, pero no parece interesada en hacerlo.
Ciertamente, proyectos
como éste pertenecen todavía a la tecnociencia
ficción, pero las ficciones pueden convertirse en realidad en el
medio y
largo plazo, y conviene que la ciudadanía las conozca para
formarse
una opinión y debatirla. En este debate una cuestión sería clave,
a mi
juicio: ¿no hay más salida que las intervenciones biológicas para
conseguir una humanidad convencida de los mejores valores de
palabra
y obra? ¿O más bien sucede que no existe el chip moral, no hay
fármaco ni implante que sustituya a la paciente formación
voluntaria del
carácter de las personas, de las instituciones y de los pueblos?
En tal
caso, en este 2012, declarado Año de las Neurociencias, seguiría
siendo cierto que sólo la libertad es el camino hacia la libertad.
Adela Cortina es catedrática de
Ética y Filosofía Política de la Universidad de
Valencia y Directora de la
Fundación ÉTNOR.
“El País”, 1 de Septiembre de
2012
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