domingo, 23 de marzo de 2014

Adela Cortina: "Universalizar la excelencia"



El secreto del éxito en la democracia
está en competir con uno mismo en
provecho de todos
   En un reciente congreso celebrado en la Universidad de Évora debatían
los participantes sobre un asunto crucial para la educación. Dos
modelos educativos parecían enfrentarse, el que pretende promover la
excelencia, y el que se esfuerza ante todo por no generar excluidos.
Parecían en principio dos modelos contrapuestos, sin capacidad de
síntesis, esas angustiosas disyuntivas que se convierten en dilemas: o lo
uno o lo otro.
   Afortunadamente, la vida humana no se teje con dilemas, sino con
problemas, con esos asuntos complicados ante los que urge potenciar la
capacidad creativa para no llegar nunca a esas "elecciones crueles",
que siempre dejan por el camino personas dañadas. Por eso la fórmula
en este caso consistiría -creo yo- en intentar una síntesis de los dos
lados del problema, en universalizar la excelencia, pero siempre que
precisemos qué es eso de la excelencia y por qué merece la pena
aspirar a ella tanto en la educación como en la vida corriente. No sea
cosa que estemos bregando por alguna lista de indicadores, pergeñada
por un conjunto de burócratas, que miden aspectos irrelevantes,
aspectos sin relieve para la vida humana, a los que, por si faltara poco,
se bautiza con el nombre de "calidad".
   En realidad, el término "excelencia", al menos en la cultura occidental,
nace en la Grecia de los poemas homéricos. Recurrir a la Ilíada o
laOdisea es sumamente aconsejable para descubrir cómo el excelente,
el virtuoso, destaca por practicar una habilidad por encima de la media.
Aquiles es "el de los pies ligeros", el triunfador en cualquier competición
pedestre, Príamo, el príncipe, es excelente en prudencia, Héctor, el
comandante del ejército troyano, es excelente en valor, como
Andrómaca lo es en amor conyugal y materno, Penélope, en fidelidad, y
así los restantes protagonistas de aquellos poemas épicos que fueron el
origen de nuestra cultura, al menos en parte, porque la otra parte fue
Jerusalén.
   Pero el excelente no lo es solo para sí mismo, su virtud es fecunda para
la comunidad a la que pertenece, crea en ella vínculos de solidaridad
que le permiten sobrevivir frente a las demás ciudades. Por eso
despierta la admiración de los que le rodean, por eso se gana a pulso la
inmortalidad en la memoria agradecida de los suyos.
   Al hilo del tiempo esa tradición de las virtudes se urbaniza, se traslada a
comunidades, como la ateniense, que deben organizar su vida política
para vivir bien. Para lograrlo es indispensable contar con ciudadanos
excelentes, no solo con unos pocos héroes que sobresalen por una
buena cualidad, sino con ciudadanos curtidos en virtudes como la
justicia, la prudencia, la magnanimidad, la generosidad o el valor cívico.
Ante la pregunta "excelencia, ¿para qué?" habría una respuesta clara:
para conquistar personalmente una vida feliz, para construir juntos una
sociedad justa, necesitada de buenos ciudadanos y de buenos
gobernantes.
   A fines del siglo pasado surge de nuevo con fuerza la idea de excelencia
al menos en tres ámbitos. En el mundo empresarial el libro de Peters y
Waterman En busca de la excelencia invita a los directivos a tratar de
alcanzarla siguiendo principios con los que otras empresas habían
cosechado éxitos. En el mundo de las profesiones se entiende con buen
acuerdo que el profesional vocacionado, el que desea ofrecer a la
sociedad el bien que su profesión debe darle, aspira a la excelencia sin
la que mal podrá lograrlo. Y también en el ámbito educativo florece de
nuevo el discurso de la excelencia, al que es preciso dar un contenido
muy claro para no confundirla ni con las supuestas medidas de calidad,
un tema que queda para otro día porque requiere un tratamiento
monográfico, ni con la idea de una competición desenfrenada en la
escuela, en la que los fuertes derroten a los débiles. Conviene recordar
que en la brega por la vida no sobreviven los más fuertes, sino los que
han entendido el mensaje del apoyo mutuo, los que saben cooperar y
por eso les importa ser excelentes.
   La excelencia, claro está, tiene un significado comparativo, siempre se
es excelente en relación con algo. Pero así como en las comunidades
homéricas importaba situarse por encima de la media, el secreto del
éxito en sociedades democráticas consiste en competir consigo mismo,
en no conformarse, en tratar de sacar día a día lo mejor de las propias
capacidades, lo cual requiere esfuerzo, que es un componente
ineludible de cualquier proyecto vital. Y en hacerlo, no solo en provecho
propio, sino también de aquellos con los que se hace la vida, aquellos
con los que y de los que se vive. En esto sigue valiendo la lección de
Troya.
   A fin de cuentas, no se construye una sociedad justa con ciudadanos
mediocres, ni es la opción por la mediocridad el mejor consejo que
puede darse para llevar adelante una vida digna de ser vivida.
   Confundir "democracia" con "mediocridad" es el mejor camino para
asegurar el rotundo fracaso de cualquier sociedad que se pretenda
democrática. Por eso una educación alérgica a la exclusión no debe
multiplicar el número de mediocres, sino universalizar la excelencia.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de
Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR.

“El País”, 29 de diciembre de 2010.

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